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Bajo un puente de París

Ya habían pasado esos días en los que John Woolorf pensaba que quizá el día de mañana seria mejor que el de hoy. Había dejado de imaginar cómo seria una vida sin su bella París. Ya no la sentía como su compañera, su confidente. Ya no decía que quería morir en esas tierras de las que brotan vides exquisitas. El encanto que encerraba tan melodramática ciudad había desaparecido para John, ahora era simplemente una ciudad con mucha gente, pero completamente vacía. Vacía por no encontrar a una persona entre un millón que simplemente le hiciese olvidar que allí había empezado todo, que le hiciese olvidar el Rock y olvidar el Roll, olvidar París y olvidar su amor, olvidar sus citas y sus escapadas, olvidar olores y melodías, olvidar champagne y chocolate, olvidarla a ella, y olvidarlo todo. Los arlequines de las calles ahora le parecían viles obstáculos al camino cuando antes, un antes de hace mucho tiempo, John podía pasar horas mirándoles desde la acera de enfrente imaginándose como seria la vida de aquel pobre desgraciado, cuando ya no tuviera la cara pintada ni se viese en la necesidad de interpretar. Mientras les observaba, John escribía paginas enteras con las historias que se imaginaba sobre ellos, pero en el fondo, lo de escribir sobre los arlequines era solo una excusa para poder salir de sí y plasmar en aquellas hojas lo que siempre quiso ser: Feliz. Se imaginaba recorriendo el mundo junto a Ella en un jet que algún día le regalaría y vivirían de su capacidad de imaginar, sí, de los dibujos que hacía desde que tenía uso de razón y que, de no ser por una maldita guitarra que le regaló su padre, ahora le mantendrían junto a la crême de la crême del arte parisino.


Después, como todos los jueves cerca de las 6:40, John guardaba su pequeña libreta negra y volvía al hotel. Tenía el tiempo calculado para entrar en el lujoso ático justo en el instante en que ella cerraba la puerta del baño y ponía a llenar la bañera para darse una ducha; él cerraba sigilosamente la puerta y se descalzaba para que Ella no se percatara de su presencia, caminaba a gatas hasta la puerta del baño y allí, sentado sobre la alfombra y con el oído apoyado a la puerta, John la escuchaba llorar. Él sentía angustia y rabia; angustia por no saber hacer que sus lágrimas cesaran; rabia por no saber hacerla feliz. Y escribía otra vez. Escribía acerca de su llanto, le escribía poesías y cuentos para reír, con letras le decía que la amaba y que siempre estaría allí. Escribía: "Yo creo en el destino, pero por si acaso, siempre, siempre nos quedará ...", ¡Cómo amaba decir eso!. 
Cuando el grifo de la ducha se cerraba, John se secaba rápidamente las lágrimas con la manga de su jersey de cachemira , se levantaba corriendo hasta el pasillo y hacía sonar las llaves como quien acaba de llegar: -Amor, estas en casa?, -gritaba-. Sí cariño, estoy en la ducha, -respondía ella-.

Ahora, 32 años después, John Woolorf había decidido volver a internarse en aquella instancia  abandonada, lúgubre, frente a la estación de tren, y allí sentado en una roída alfombra frente a la puerta del mismo baño, le escribía que aun la buscaba y que aun tenía esperanza de encontrarla, así fuera en algún rincón bajo algún puente de París.

Déjame que te cuente...

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir. El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?

Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: "Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?". No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.

Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño. Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.

Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo. Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza...

Jorge Bucay, "Déjame que te cuente..." 

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Este relato refleja, tristemente, la vida de muchas personas que conocemos, personas en las que todo el mundo reconoce un talento bestial, excepto ellos mismos. Personas que desde su infancia han crecido rodeados de constantes estímulos subyugantes a causa de la ignorancia de sus ignorantes padres. Estímulos que acabarán interiorizando como verdaderos. Elefantes enormes y poderosos que creen que no pueden. "No sirves para nada, nunca serás nadie" dicen algunos adorables padres. Y es que en una mente inocente de 7 u 8 años "papá" y "mamá" siguen siendo Superhéroes. Lo que no sabe este crío es que esa maldita frase condicionará su vida para siempre.

20 segundos de coraje irracional

Exactamente eso era lo que necesitaba John Woolorf para tomar una decisión y salir del lugar de su cautiverio voluntario, mental, aterrador. Necesitaba pensar menos en lo poco que le aportaba su música, pensar más en quien quería ser y no en quien era. Necesitaba el valor y el coraje suficiente para atreverse si quiera a pensar que aun estaba a tiempo de intentarlo. En el fondo, guardaba con desesperación, frustración y miedo, la esperanza de que ella aún estaría allí, en el mismo rincón de Londres, en el número 301 de Prince Street que tanto le recondaba a Abby Road. Necesitaba tan solo veinte segundos de no pensar en lo que pudo haber sido y no fué, en lo que podría salir mal si metía la pata, veinte segundos en los que pudiera alejarse de la soledad que le acompañaban en todas sus giras, veinte segundos de no pensar en qué pasaría con las masas que le seguían en sus conciertos por todo el mundo, veinte segundos de sólo imaginar que ellos, sus seguidores, también se alegrarían de escuchar una canción suya, no las que sus escuchaban cada noche, sino esa que, desde siempre, mantenía oculta en el rincón de un cajón y que tarareaba cada noche para no olvidar; esa canción que había compuesto hacía mas de 30 años para ella en una de sus escapadas a Saint Tropez.

Hacía tres días que no asistía a sus encuentros de ventana con el jovencito de la estación de tren. Decía que se parecía mucho a alguien que conocía, y sentía morir de envidia. En cambio, había preferido mantenerse allí, en la misma cama con las sábanas sucias; respirando. No quería dormir para no pensar muy alto, decía que tenía unos pensamientos demasiado maravillosos cuando cerraba los ojos y temía que algún día quisiese estar más allí, en ese imaginario y maravilloso lugar, que en aquella mugrienta habitación frente a la estación de tren. No quería comer por miedo a alimentar también las ganas de borrar su mundo e inventarse uno nuevo en su vieja libreta negra, a punta de lápiz carboncillo, tal y como lo hacía en sus años mozos. No quería cantar canciones, ni micrófonos chapados en oro, ni escenografías increíbles, ni hoteles en Las Vegas, ni limusinas en Madrid. Quería veinte segundos en los que, quizá, pudiese sentirse de nuevo dueño de sí. 

Tan solo veinte segundos hubiesen sido suficientes para no darle tanto poder a la razón de ser de todo, olvidar que existe el porqué y también el mañana. Ahora, John Woolorf recordaba en voz muy alta aquel 26 de febrero de hacía tantísimo tiempo, cuando tomó la peor decisión de su vida: "20 segundos", -pensaba-, "tan solo veinte hubiesen bastado para acallar las voces de los que siempre quisieron opinar y decidir por tí John, podías subir el volumen de la voz en tu interior". "Si John, esa voz que te decía que la guitarra eléctrica era el sueño de tu padre, no el tuyo, y por tanto no tenías porqué hacerlo".

Pero ya era demasiado tarde, se lamentaba John. O quizá no...  Al fin y al cabo, ¿Qué son 20 segundos?

                             

P.D: Creo firmemente en que hay momentos en la vida de toda persona en los que hace falta dejar de lado todos los argumentos posibles, a favor y en contra de aquello que siempre quisimos ser, y arriesgarnos al error. De eso se trata el coraje irracional. Después de todo, el miedo al fracaso menosprecia los sueños, y un sueño no cumplido te carcome los huesos.