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Unsent email

John Woolorf, al igual que componía canciones que nunca se atrevía a cantar, escribía cartas que nunca tuvo la entereza de enviar y que permanecían en papeles arrugados en algún rincón de su nueva vida.




32-38th Street
West Norwood
London
15th August, 2010

¿Sabes Ella?, he aprendido a vivir sin ti. Las cosas han cambiado por esta ciudad, es cierto que sigue siento tan fría como siempre, las plazas son las mismas y las personas parece que también. La tienda de relojes que había justo detrás de tu café favorito ha sido sustituido por apartamentos de chicas fáciles, y los vecinos de abultados bolsillos que vivían junto a nuestra casa ya no dejan jugar a los niños en las aceras. Sus caras siguen siendo las mismas, tan frías como el invierno y tan oscuras como todo lo que piensan. Salvo esa excepción, creo que en mi todo sigue tan desordenado como siempre.

Ya sabes que adoro la lluvia, y ha llovido mucho en Londres últimamente. Cuando las tuberías ya no dan a basto y devuelven todo lo que han comido pienso mucho en ti, es como cuando me sentía rebosar de alegría por volver a verte después de mis largos viajes de trabajo. Siempre me abrías la puerta como quien recibe a alguien que no ha visto nunca y entonces me abrazabas sin decir nada, tan fuerte que estoy seguro que podías sentir como revolucionabas todo dentro de mi. Ha llovido mucho desde entonces y ahora siento que tampoco puedo con todo simplemente porque ya no estas.


42-50th street
11104
Williamsburg, New York
26th December 2011
Querida Ella

... te decía que he aprendido a vivir sin ti, que ya no te extraño como antes, es más, solo escribo para decirte que estoy bien, que se que lees todo lo que te escribo y que lloras con todo lo que te canto. 

Con mucho amor, John.



all text written by me

Koumpounofobia

La ultima vez que me senté sinceramente enfrente de una pantalla cualquiera y la convertí en la única confidente de mis rompederos de cabeza tuvo lugar hace mucho tiempo y en circunstancias un tanto contradictorias. Y es que, por curioso que parezca, mi cabeza se ha dado cuenta de que cuando tiene mas quehaceres es cuando mas le apetece escribir. Diría que la inspiración me sobreviene justo en esos momentos en que podría pecar de incómoda, en la víspera de cualquier examen importante o a la hora de cenar; sin embargo nunca está ahí cuando la necesito. Ella me ha enseñado que es como una mujer, caprichosa y maniática, con constantes cambios de humor y naturaleza siempre explosiva. 


Cuando empecé con esto de escribir por amor al arte me di cuenta de una verdad tan caprichosa como la mujer y tan explosiva como la inspiración misma: es fácil hacerlo; publicarlo es harina de otro costal. Y es que lo genial en toda esta historia es ese hormigueo en el estómago, cuando has terminado varias páginas y llega la hora de enfrentarse al botón de 'publicar'. No es adrenalina, es miedo. No parece algo del otro mundo pero cuando lo haces te das cuenta de que la sensación es similar a cuando estas a punto de enviar ese mensaje de texto a esa persona tan especial en el que le escribes cosas tan personales o sentimientos tan profundos, sientes que en el momento en que le des al botón de 'enviar' no habrá vuelta atrás y quedarás completamente expuesto. ¿Cómo me mirará esa chica al día siguiente cuando me vea y sepa lo que siento?, ¿Cambiará su forma de ser conmigo?, ¿Y si me estoy equivocando y no me corresponde?, ¿Me habré arriesgado en vano?, ¿Demasiado cursi?, en fin. 

Curiosamente, lo primero que se te pasa por la cabeza ante el temible botón no son las faltas de ortografía o elegir un buen título para el texto, es lo que van a pensar de ti cuando quien te conoce lea lo que has escrito. Y gracias a sensaciones como estas vale la pena sentarse a escribir. Es terapéutico. Antibiótico para el qué dirán. Es una práctica que me ha enseñado que el miedo al ridículo no es cuestión de dignidad, es un disfraz para los complejos. Es una experiencia que me ha enseñado que todo es mas simple de lo que aparenta, pero que a veces somos demasiado prejuiciosos. El miedo al temible botón me ha enseñado a no escucharme a mi mismo cuando me pregunto si lo que acabo de escribir es una gran estupidez, si es demasiado ridículo o si no tiene mayor interés; me ha enseñado a no buscar mis motivos en las motivaciones de los demás y a no cuestionarme con preguntas ajenas. Quizá no la estadística, pero la experiencia y el sentido común dicen que cuando envías ese mensaje de texto, sales ganando en un 90% de las veces. Vivimos la vida pintando el mural en que queremos que los demás nos vean, como un cuadro que nunca se termina de pintar, pero todo es mas simple de lo que aparenta, solo que a veces somos demasiado prejuiciosos. 


Hacía mucho tiempo que no hacía esto, y sinceramente lo extrañaba. Bendito sea el temible botón. Publicar. 

El verdadero perdedor es el conformista

-Sabes lo que he sentido esta mañana al despertarme mamá?
Nada.
Ni pasión, ni chispa, ni fe, ni emoción... Nada!
Creo que ya he llegado al límite de seguir llamando a esto un mal momento.
Me aterroriza pensar que... Prefiero morir antes de... 
¿Estas es la persona que voy a ser de ahora en adelante?

picture by alexander kesselaar

Trataré de imaginarme de aquí a unos años caminando por las calles de Tokio sin entender ni una sola palabra de lo que hablan los demás. Imaginaré que una niña con unos minúsculos y preciosos ojos rasgados me pregunta pos sus padres y yo, ajeno a todo lo que le ocurre, le compro una enorme nube de algodón de azúcar para que no llore. Imaginaré también que cuando me levante para ir a la oficina en medio de cualquier paranóica gran ciudad, no tendré ni por un instante la sensación de que voy al trabajo. Imaginaré que no trabajaré nunca porque haré de mi profesión todo aquello que me apasiona. Imaginaré que si me interno en el pasillo maldito de la monotonía, me iré a París, encontraré un local con música en directo, cerraré los ojos y seré feliz. Trataré de imaginar que nunca me faltarás y nunca te faltaré. Imaginaré que siempre encontraré nuevas aficiones, que siempre seré pintor, arquitecto, violonchelista, chef, piloto, empresario, biólogo, poeta, joven...

Imaginaré que si alguna vez tengo tal miedo de enfrentarme a la vida que no quiera vivirla, podré salir a la calle, correr bajo la lluvia sin querer llegar a ningún sitio y así, entender que lo maravilloso de la vida se encuentra encapsulado en muchos pequeños e insignificantes detalles que marcan la diferencia en cómo vivirla. Imaginaré que si alguna vez lo pierdo todo, hasta la dignidad, tendré el coraje y la valentía de sonreír y ante la situación dar gracias, gracias porque habré entendido que si nunca pierdo, entonces jamás ganaré. Imaginaré que nunca me canso de viajar, de comer sin engordar, de llorar de alegría, de cantar sin entonar, de abrazar sin esperar, de planificar menos y arriesgar mas, de escuchar sin hablar, de huirle al conformismo, y en definitiva, de perder para ganar. 

Imaginaré que lo habré perdido todo el día en que me sienta tan satisfecho con todo lo que soy, tengo, y hago, que no tenga la necesidad imperiosa de hacer algo para mejorar, para ser mas feliz.... Me sentiré perdedor el que día que sienta que todo lo que podía hacer, ya lo he hecho, que todo lo que podía aprender, ya lo he aprendido, que todo lo que podía amar, ya lo he amado, que todo lo que podía sorprenderme, ya ha pasado, que todo lo que podía disfrutar, ya lo he disfrutado... Me sentiré perdedor, cuando me sienta conformista.

Los maravillosos inicios de las cosas

Los primeros días en la universidad fueron los mejores y los peores. En ese entonces todo era completamente maravilloso y cualquier cosa era digna de ser metida en un baúl de los recuerdos para que así pasase a la eterna posteridad. Realmente no era por el hecho de estar sentado en aquellas sillas, era por todo lo que eso significaba. A la edad de 10 años, mas o menos, determiné que estudiaría toda mi vida, o por lo menos, quería aprender algo nuevo todos los días antes de media noche, y ése era precisamente el inicio de toda esa trabajada utopía. He de confesar que infinitas veces, el mero pensamiento de "lo logré", podía con mi ego. 

Desde entonces no se cuantas veces he cenado pizza y Cola-Cola. He perdido la cuenta de las veces he repetido lo mucho que odiaba la cerveza, pero tampoco me acuerdo de cuantas me he bebido. No se cuantas veces he abandonado la carrera en mis pensamientos desde que la empecé, ni cuantas veces me dije a mi mismo que podía cuando en realidad sentía que no, tampoco recuerdo cuantas veces he repetido eso de "extraño a mi perra", o cuantas veces se me ha quemado el arroz. Han sido demasiadas y muy especiales las anécdotas, así como también lo han sido las personas que poco a poco, han ido apareciendo por el camino. Por supuesto que muchos momentos son duros y que todo esto es el inicio de muchas cosas que me quedan por vivir, pero con todo, hasta el momento ha sido de las mejores cosas que he hecho jamás. Llegados a este punto, confieso que también he perdido la cuenta totalmente de las veces en que he pensado en lo maravilloso que era todo.

Ha pasado muy poco tiempo realmente desde que todo esto empezó. Yo ni siquiera había terminado los últimos exámenes pero ya fantaseaba con cómo sería mi nueva vida. Sería un nuevo comienzo en todos los sentidos, tendría que empezar de cero con todo, reconstruirme a mi mismo, "pero esta vez sin nadie que me diga lo que tengo que hacer", pensaba yo. Qué idiota. 

Curiosamente, una de las cosas que he aprendido en todo este tiempo es que cuando tienes que hacerte responsable de tus propias decisiones, cuando sientes que tienes libertad de hacer todo lo que te da la gana, es precisamente cuando tienes mas miedo de actuar. Te das cuenta de que absolutamente todo lo que decidas a partir de entonces, sea bueno o no, será responsabilidad tuya únicamente. Cuando tu integridad física y moral dependen exclusivamente de ti mismo, entiendes que lo peor que puedes hacer es precisamente todo lo que te da la gana. Allí entiendes que si eliges mal, la culpa no será de nadie mas, solo tuya. Por supuesto que todos tenemos el derecho (y el deber) de equivocarnos, pero cuando se trata de tomar las decisiones que hacen la diferencia entre un estilo de vida u otro, y sabiendo el mejor camino, eliges el peor y te equivocas, al darte cuenta ya no puedes levantar el dedo en acusación de nadie, tendrás que reírte de ti mismo y volver a empezar. A eso me refiero. 

picture by josh greet

A veces me gusta pensar en los inicios de las cosas y preguntarme los "porqués", así, cuando tengo la horrible sensación de que no sé donde estoy, ni qué es lo que estoy haciendo, y lo peor de todo, para qué lo hago, miro ese preciso momento que marcó el antes y el después. Y entonces, continúo.

Somewhere in Trafalgar Square


Trafalgar Square se encontraba a reventar aquella noche de navidad. Ella y John habían caminado durante horas por los principales comercios de la ciudad buscando los locales de estilo vintage y corte estrambótico que tanto les recordaban viejos y buenos tiempos. A Ella le encantaban porque le recordaba las épocas felices cuando no tenían citas no planeadas con periodistas y paparazzi y podían andar libremente por las abarrotadas y peculiares tiendas de Candem Town. Pero esos fueron otros buenos tiempos. Ahora anochecía y parecía que el cielo quería llorar, así que juntos decidieron ir a buscar un restaurante con unas bonitas vistas y sentarse a esperar a que terminara de caer la noche. 

Una amable joven asiática pero con un perfecto inglés se apresuró muy amablemente a abrir la puerta a la pareja y les situó en la mejor mesa que tenía disponible, les ofreció chocolate belga cortesía de la casa y les entregó una tableta de madera tallada donde estaban descritos los vinos y entrantes preparados para esa noche. De momento ya no dolían los pies, las bolsas con las compras se las había llevado un chico alto y rubio que parecía ser una especie de botones, y los abrigos habían desaparecido de sus hombros como por arte de magia y se encontraban perfectamente colgados en un armario destinado a tal efecto al fondo del estiloso local. En cuestión de minutos las circunstancias habían convertido aquella noche en lo que prometía ser una velada romántica pensada por el maestro Allen.

Al sentarse en los sillones de madera que había en el local, frente al ventanal y frente a la majestuosidad de la Columna de Nelson, situada en la zona central de la plaza, iluminada con todas sus miles de luces navideñas y sus gentes vestidas de Santa Claus, el tiempo pareció detenerse para John. Se había concentrado mirando las luces y se había perdido en ellas, las veía difuminadas y tenues como cuando la lluvia opaca la ventana. Para John ya no había tiempo, ni espacio, ni velas, ni champagne, solo había recuerdos que empezaron a nublar su mente y a hacerle perder la noción de lo que estaba ocurriendo en ese preciso instante. Su mirada se fue. Ella le acariciaba la muñeca y le susurraba muy despacio al oído: "John, cariño..." como quien intenta despertar delicadamente a alguien de un sueño profundo, pero en el fondo sabía que la idílica noche se había echado a perder.

Ya era casi media noche cuando John se encontró a sí mismo revolviendo una copa de Moët en un conocido restaurante frente a Trafalgar Square, completamente vació y a punto de cerrar. La amable joven asiática se acercó, le dijo que debía abandonar el local, le pidió su tarjeta de crédito y le dio un papel escrito:
-Me lo ha dejado su compañera, le dijo mientras se alejaba hacia la caja.
-No dijo nada antes de irse?, ¿le dijo a donde iría? le preguntó John.
-Lo recordaría, -le contestó la joven-, pero Ella se levantó y se fue sin mas... A propósito, ¿Desea usted que le informe sobre la tarjeta socio del... Oiga! Señor, se deja su tarjeta!

John la buscó por toda la plaza y las calles alrededor pensando que no había podido ir muy lejos, pero la evidencia de que aquel extraño incidente le había vuelto a pasar le devolvió la certeza de que se había ido, y esta vez puede que fuese por mas tiempo. Entonces se acordó del papel escrito que Ella le había dejado a la camarera, 'Je t'aime', decía.

Casi 9 años después, John aún seguía sin saber qué había sido exactamente lo que había pasado en aquel restaurante de aquella céntrica plaza de Londres, la vida siguió y Ella pareció acostumbrarse a ver a John desde lejos, en las portadas de los tabloides. 'Puede que haya sido el hecho de que, desde el momento en que decidió marcharse esa noche, su vida había vuelto a ser normal, sin paparazzi, entrevistas y chismes en los periódicos... También puede que se haya acostumbrado a vivir sin mi', especulaba John. En cualquier caso, él se negaba a hacerse a la idea de que jamás volvería a verla y mientras tanto seguiría recorriendo los escenarios del mundo y evocando su canción preferida en cada uno de sus conciertos con la esperanza de escucharla tararear entre miles de personas.

Libertad sin alas

Su último concierto había sido hacía 5 semanas y no recordaba con exactitud cual había sido la ciudad en la que había acariciado su guitarra por última vez, pero recordaría siempre aquel último concierto porque fue allí donde decidió renunciar a ello. "...dancing around my private sun..." versaba el estribillo de la canción que John cantaba siempre para finalizar sus conciertos. Después del último acorde, daba gracias irónicas a la vida y fingía una profunda mirada al cielo mientras el escenario se fundía en total oscuridad. 

Esa noche, sin embargo, todo había sido muy diferente. En el momento en que John anunció la última canción de la noche y se dejaron intuir las dos primeras notas, se levantaron a coro 14.000 vibrantes voces en aquel lugar aclamando su nombre. Lo cierto es que le daba pánico enfrentarse a esos momentos y, a pesar de su fama, su fortuna, sus 62 años, y sus mas de 1.000 conciertos, no pudo evitar echarse a llorar como un niño. Los noticias en los medios a la mañana siguiente se alimentaban de las lágrimas de John durante el concierto; "El gran Woolorf no ha podido contenerse ante el amor de sus fans", titulaba el tabloide de la ciudad, pero nada de eso había ocurrido ese preciso instante que, si mal no recuerdo, fue una noche de agosto en el O2 Arena de Berlin.



 John se había acostumbrado a que miles de personas acamparan durante horas a las afueras de los grandes auditorios del mundo para acceder a sus conciertos y escuchar su música, pero sólo eso. "Quieren mi música, no a mí", -escribía siempre en las servilletas de cualquier hotel-. John se sentía mas solo que nunca a pesar del baño de masas que se daba casi a diario. Nunca se sentía tan solo como cuando un veía a un ejercito de súbditos dejándose la piel para hacer realidad los caprichos a los que se había acostumbrado, o cuando un montón de desconocidas le arrojaban su ropa interior con sus números de teléfono, o cuando se topaba con millones de cartas y declaraciones de amor enviadas por un montón de gente que no le conocía, o cuando sonaba el teléfono de su manager pero nunca era Ella. La vida le había dado mil vueltas y había terminado dedicándose a todo menos a su verdadera pasión. "Hay muchas cosas que el éxito no es", -le decía siempre su abuelo cuando aún era un adolescente-, "no es dinero ni poder querido John... el éxito es despertarte por la mañana tan emocionado por lo que tienes que hacer, que sales volando por la puerta". Quizá para él ya era demasiado tarde para volar, era escandalosamente famoso, asquerosamente rico e increíblemente infeliz.

Glósóli




Esperar es una virtud que se me da francamente mal. Con el tiempo he aprendido que todo aquello que merece la pena es digno de ser esperado. Que la espera duele, desespera. He tenido que esperar para aprender a ser paciente y para darme cuenta de que las cosas que ahora mas valoro son precisamente aquellas que un día se hicieron esperar hasta la desesperación. He tenido que esperar para entender que las situaciones que un día dolieron tanto, son las que realmente forjan el carácter.  He tenido que esperar para poder tomar mejores decisiones. He tenido que esperar para entender el porqué de muchas correcciones que en su día no entendí y que hoy día, hacen de mi quien soy.         
                       
Desafortunadamente, también he esperado para decir muchos "te quieros", para dar muchos abrazos y para decir muchos "gracias" a personas que ya no están tan cerca. En ese caso hubiese querido no tener que esperar tanto. 


Bajo un puente de París

Ya habían pasado esos días en los que John Woolorf pensaba que quizá el día de mañana seria mejor que el de hoy. Había dejado de imaginar cómo seria una vida sin su bella París. Ya no la sentía como su compañera, su confidente. Ya no decía que quería morir en esas tierras de las que brotan vides exquisitas. El encanto que encerraba tan melodramática ciudad había desaparecido para John, ahora era simplemente una ciudad con mucha gente, pero completamente vacía. Vacía por no encontrar a una persona entre un millón que simplemente le hiciese olvidar que allí había empezado todo, que le hiciese olvidar el Rock y olvidar el Roll, olvidar París y olvidar su amor, olvidar sus citas y sus escapadas, olvidar olores y melodías, olvidar champagne y chocolate, olvidarla a ella, y olvidarlo todo. Los arlequines de las calles ahora le parecían viles obstáculos al camino cuando antes, un antes de hace mucho tiempo, John podía pasar horas mirándoles desde la acera de enfrente imaginándose como seria la vida de aquel pobre desgraciado, cuando ya no tuviera la cara pintada ni se viese en la necesidad de interpretar. Mientras les observaba, John escribía paginas enteras con las historias que se imaginaba sobre ellos, pero en el fondo, lo de escribir sobre los arlequines era solo una excusa para poder salir de sí y plasmar en aquellas hojas lo que siempre quiso ser: Feliz. Se imaginaba recorriendo el mundo junto a Ella en un jet que algún día le regalaría y vivirían de su capacidad de imaginar, sí, de los dibujos que hacía desde que tenía uso de razón y que, de no ser por una maldita guitarra que le regaló su padre, ahora le mantendrían junto a la crême de la crême del arte parisino.


Después, como todos los jueves cerca de las 6:40, John guardaba su pequeña libreta negra y volvía al hotel. Tenía el tiempo calculado para entrar en el lujoso ático justo en el instante en que ella cerraba la puerta del baño y ponía a llenar la bañera para darse una ducha; él cerraba sigilosamente la puerta y se descalzaba para que Ella no se percatara de su presencia, caminaba a gatas hasta la puerta del baño y allí, sentado sobre la alfombra y con el oído apoyado a la puerta, John la escuchaba llorar. Él sentía angustia y rabia; angustia por no saber hacer que sus lágrimas cesaran; rabia por no saber hacerla feliz. Y escribía otra vez. Escribía acerca de su llanto, le escribía poesías y cuentos para reír, con letras le decía que la amaba y que siempre estaría allí. Escribía: "Yo creo en el destino, pero por si acaso, siempre, siempre nos quedará ...", ¡Cómo amaba decir eso!. 
Cuando el grifo de la ducha se cerraba, John se secaba rápidamente las lágrimas con la manga de su jersey de cachemira , se levantaba corriendo hasta el pasillo y hacía sonar las llaves como quien acaba de llegar: -Amor, estas en casa?, -gritaba-. Sí cariño, estoy en la ducha, -respondía ella-.

Ahora, 32 años después, John Woolorf había decidido volver a internarse en aquella instancia  abandonada, lúgubre, frente a la estación de tren, y allí sentado en una roída alfombra frente a la puerta del mismo baño, le escribía que aun la buscaba y que aun tenía esperanza de encontrarla, así fuera en algún rincón bajo algún puente de París.

Déjame que te cuente...

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir. El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?

Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: "Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?". No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.

Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño. Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.

Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo. Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza...

Jorge Bucay, "Déjame que te cuente..." 

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Este relato refleja, tristemente, la vida de muchas personas que conocemos, personas en las que todo el mundo reconoce un talento bestial, excepto ellos mismos. Personas que desde su infancia han crecido rodeados de constantes estímulos subyugantes a causa de la ignorancia de sus ignorantes padres. Estímulos que acabarán interiorizando como verdaderos. Elefantes enormes y poderosos que creen que no pueden. "No sirves para nada, nunca serás nadie" dicen algunos adorables padres. Y es que en una mente inocente de 7 u 8 años "papá" y "mamá" siguen siendo Superhéroes. Lo que no sabe este crío es que esa maldita frase condicionará su vida para siempre.

20 segundos de coraje irracional

Exactamente eso era lo que necesitaba John Woolorf para tomar una decisión y salir del lugar de su cautiverio voluntario, mental, aterrador. Necesitaba pensar menos en lo poco que le aportaba su música, pensar más en quien quería ser y no en quien era. Necesitaba el valor y el coraje suficiente para atreverse si quiera a pensar que aun estaba a tiempo de intentarlo. En el fondo, guardaba con desesperación, frustración y miedo, la esperanza de que ella aún estaría allí, en el mismo rincón de Londres, en el número 301 de Prince Street que tanto le recondaba a Abby Road. Necesitaba tan solo veinte segundos de no pensar en lo que pudo haber sido y no fué, en lo que podría salir mal si metía la pata, veinte segundos en los que pudiera alejarse de la soledad que le acompañaban en todas sus giras, veinte segundos de no pensar en qué pasaría con las masas que le seguían en sus conciertos por todo el mundo, veinte segundos de sólo imaginar que ellos, sus seguidores, también se alegrarían de escuchar una canción suya, no las que sus escuchaban cada noche, sino esa que, desde siempre, mantenía oculta en el rincón de un cajón y que tarareaba cada noche para no olvidar; esa canción que había compuesto hacía mas de 30 años para ella en una de sus escapadas a Saint Tropez.

Hacía tres días que no asistía a sus encuentros de ventana con el jovencito de la estación de tren. Decía que se parecía mucho a alguien que conocía, y sentía morir de envidia. En cambio, había preferido mantenerse allí, en la misma cama con las sábanas sucias; respirando. No quería dormir para no pensar muy alto, decía que tenía unos pensamientos demasiado maravillosos cuando cerraba los ojos y temía que algún día quisiese estar más allí, en ese imaginario y maravilloso lugar, que en aquella mugrienta habitación frente a la estación de tren. No quería comer por miedo a alimentar también las ganas de borrar su mundo e inventarse uno nuevo en su vieja libreta negra, a punta de lápiz carboncillo, tal y como lo hacía en sus años mozos. No quería cantar canciones, ni micrófonos chapados en oro, ni escenografías increíbles, ni hoteles en Las Vegas, ni limusinas en Madrid. Quería veinte segundos en los que, quizá, pudiese sentirse de nuevo dueño de sí. 

Tan solo veinte segundos hubiesen sido suficientes para no darle tanto poder a la razón de ser de todo, olvidar que existe el porqué y también el mañana. Ahora, John Woolorf recordaba en voz muy alta aquel 26 de febrero de hacía tantísimo tiempo, cuando tomó la peor decisión de su vida: "20 segundos", -pensaba-, "tan solo veinte hubiesen bastado para acallar las voces de los que siempre quisieron opinar y decidir por tí John, podías subir el volumen de la voz en tu interior". "Si John, esa voz que te decía que la guitarra eléctrica era el sueño de tu padre, no el tuyo, y por tanto no tenías porqué hacerlo".

Pero ya era demasiado tarde, se lamentaba John. O quizá no...  Al fin y al cabo, ¿Qué son 20 segundos?

                             

P.D: Creo firmemente en que hay momentos en la vida de toda persona en los que hace falta dejar de lado todos los argumentos posibles, a favor y en contra de aquello que siempre quisimos ser, y arriesgarnos al error. De eso se trata el coraje irracional. Después de todo, el miedo al fracaso menosprecia los sueños, y un sueño no cumplido te carcome los huesos.