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Donde van los sueños cuando mueren?

John siempre se levantaba pensando como rellanar el vació que le dejaba su vacía profesión, no atinaba a encontrar los buenos pensamientos que le devolvieran la buena vibra y con ella la alegría de vivir, buscaba cada tarde en los rincones recónditos de su caja de sentimientos y solo encontraba frustración, desesperación, vació y asco, asco de vivir. No podía creerse que no hubiese nada mas en el mundo capaz de llenar el vació que le provocaba la monotonía. No aguantaba esa sensación que le hacía morir al vivirla, no podría con tanta soledad a pesar de que cada noche desde los 22 años se rodeaba de mas de 30.000 personas que aclamaban su nombre a ritmo de rock. Allí, con las mechas rojas de su desdeñado cabello aun pegado en la almohada, húmeda, pensaba en algo que le insuflara lo mas mínimamente parecido a un motivo para levantarse de allí, para abandonar aquella habitación que se había apoderado de su vida durante los últimos ocho días y de sus sueños para siempre. John Woolorf era consciente de que el mundo estaba fuera, solo que no quería salir. "En realidad ya no sé de lo que soy consciente. En realidad, creo que ya no tengo conciencia" decía John en voz baja, como temiendo que alguien pudiese escucharle.

No recordaba con precisión el momento en que todo dejó de tener sentido, el momento en que enterró su vida en vida y decidió guardar su ser en el interior de aquellas cuatro paredes. No recordaba si había sido en el momento en que decidió no intertarlo más o cuando decidió resignarse para siempre, o desde el momento en que quería soltar la guitarra, agarrar su propia vida y echar a correr. Lo único que recordaba, era que cada día, a la misma hora, en el mismo andén, la misma estación de tren y bajo el mismo cartel, se sentaba aquel jovencito escuálido, de tez muy blanca, rubio, pecoso y con unos profundos ojos azules. Siempre iba cargado con una mochila de colores y un lápiz verde detrás de su oreja izquierda. Mientras esperaba, sacaba de la mochila una pequeña libreta negra y dibujaba mundos en los que quería estar. Imaginaba que se iría con Ella y que, con un poco de suerte, perdería su lápiz por el camino y por tanto olvidaría el camino de vuelta. John sentía alegría al verle, lograba salir de sus cuatro paredes única y exclusivamente cuando aquel rubio reflejo de su niñez sentado en las bancas del tren permanecía allí sentado, paciente, pleno, inocente, feliz. Se asomaba sigilosamente por una rendija que él mismo había ensanchado introduciendo los dedos por un huequecito en su cortina, y desde allí, solía salir a abrazarle, a decirle que pintara mas laberintos y que se perdiera en ellos con su skate, que jugara mas con sus hermanos y que no bebiera mucho café, que caminara mas veces descalzo por el patio de casa y se sacudiera menos el barro de los pies, que criara un hamster y le llamara Beto, que nunca se tiñera el pelo de rojo y jamás viviera frente a una estación de tren, quería decirle que cuando cumpliera 62 la vida ya no sería fácil, y que nunca, jamás, perdiera la fe. 

Después, John cubría con cinta de empapelar el huequito de sus encuentros con aquel rubio recuerdo y se cubría de nuevo con las viejas sabanas que un día fueron blancas. Reposaba sus mechones rojos sobre la almohada profunda y entonces se acordaba de cosas que tenía guardadas para decirle y que no se atrevía. "Mañana sí se lo diré", pensaba. Le diría que nunca recibiera aquella guitarra y que se dedicara a su verdadera pasión, que se atreviera con aquel beso y que jamás dudara en comprar aquel billete de avión.

2 comentarios:

  1. Amo la ternura y belleza de que eres capaz. Un fuerte abrazo navideño.

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  2. Siempre tan recompensantes tus comentarios. Gracias Elizabeth,
    Salu2,


    Ferxolate!!

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